EL LIBRITO DE LA VIDA Y DE LA MUERTE -Prólogo

Prefacio El Librito de la Vida y de la Muerte es una delicia. En él escucho un eco de la risa cósmica. Habla con un humor y simplicidad que iguala a la tarea que se ha encomendado de hacer frente a los fantasmas conceptuales de la mortalidad y de exponer la falacia de la muerte. Estoy sorprendido de que un libro tan pequeño pueda diezmar por completo creencias arraigadas en asuntos que van desde el nacimiento a la vejez y el más allá, y hacerlo de forma tan desenfadada e incluso tan gozosa. Ésta es la marca de la verdadera compasión que brota de la vacuidad. Siguiendo en la tradición del Buda que nos prevenía de no tomar la palabra de otro sobre la verdad de la existencia, sino que más bien la experimentáramos por nosotros mismos, Douglas E. Harding propone algunos provocativos experimentos para sí mismo y para nosotros, los cuales, uno por uno, derriban las preconcepciones sobre nosotros mismos. Con el mismo talante sin compromiso que Ramana Maharshi, nos lleva cada vez más profundamente a la región no personal de «Neti, Neti» (¡Ni esto, ni eso!) hasta que alcanzamos el punto donde somos… todo. El viaje nos lleva a través de la ciencia occidental (experiencia cercana a la muerte y quarks) y las tradiciones místicas de oriente y occidente. Una y otra vez Douglas E. Harding rechaza las lentas ascensiones reflejadas en doctrinas tales como la reencarnación y el karma en favor del salto de la vía zen que no tiene ningún trazado. Douglas E. Harding, como mi propio gurú, Neem Karoli Baba, está en la tradición de los «pícaros espirituales». El hecho de que su cuerpo tenga 79 1 años de edad, sugiere, le impele con un sentido de urgencia que, en la incertidumbre de nuestros tiempos, es contagioso. Pues él entiende que si no logra cesar de ser alguien antes de morir, «acabará», en las palabras de Rumi «con un alojamiento en la ciudad de la muerte». Pero yo no caigo en el engaño. Él está solo jugando con nosotros. Pues es digno del honor acordado a los grandes maestros cuando son llamados «los muertos vivos». Después de este libro, yo predigo que la literatura sobre la muerte ya nunca será la misma. Ram Dass 1 Éste es el prefacio a la edición inglesa de 1988.

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Morir es diferente de lo que uno supone. Y mucho más feliz. Walt Whitman

Solía ser la costumbre de los maestros zen en sus lechos de muerte componer un gatha – un compendio poético de la sabiduría de una larga y dedicada vida espiritual, un comentario final sobre la vida misma y la muerte inminente–. Este ensayo es mi gatha de conclusión. O, más bien, lo sería si yo fuera un maestro zen (o al menos un hombre zen), y hubiera llegado evidentemente al fin de mi vida, y estuviera escribiendo en verso. Sin embargo, la composición de algo como un gatha secular y en prosa se me presenta en este momento no solo como un ejercicio útil –una recapitulación e inventario y clarificación generales– sino también como un proyecto que es necesario para mí mismo, si no para otros, y muy urgente y, de hecho, pasado ya de plazo hace mucho tiempo. Pues a los setenta y nueve años, ya he vivido dos o incluso tres veces lo que las gentes vivían como promedio no hace muchos siglos. Y, por supuesto, cada nuevo día pasado en la cola de la muerte, esperando que la sentencia se lleve a cabo, acerca mucho más el momento en que, al final, seré llevado de la vida –quizá sin ningún aviso en absoluto–. ¿A dónde? ¿Hay una cuestión más urgente, más crucial? Me parece necio, una actitud despreciable como de avestruz y por entero irresponsable, no prepararme para ese momento de la verdad preguntándome a mí mismo ahora… y ahora… y ahora (mientras se puede preguntar, y no estoy enfermo o presa del dolor o drogado o apremiado por el tiempo) preguntas tales como: «¿Qué es con exactitud vivir, y después morir? ¿Debo yo morir en efecto, y –si es así– es ésta en verdad una muerte final, el gran hundimiento, la amarga y misérrima conclusión de la aventura que comenzó tan prometedoramente en 1909? Y, sobre todo, ¿es posible hacer algo justo ahora, primero para asegurar la supervivencia, y segundo, para influenciar su cualidad y garantizar que merece la pena y que es preferible a la aniquilación?» Profundizar en estas cuestiones, con tanta sinceridad y amplitud como sea posible, es la empresa más práctica de toda mi vida. Incluso si nadie más hubiera de leer mi pseudo-gatha,

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  requiere ser escrito, clara y honestamente. (Tengo que poner todo mi empeño en ser honesto conmigo mismo: sobre este tema –de entre todos los temas– cualquier supresión de alguna evidencia no bienvenida, cualquier fraude, haría de todo el proyecto una ridícula pérdida de tiempo). Podría llamarlo mi propio Libro de los Muertos muy «personal» y desmitificado –ni remotamente egipcio o tibetano, por supuesto, ni tampoco religioso en ningún sentido ordinario, sino contemporáneo, occidental y concreto–. Pues pretendo llevar esta investigación con un espíritu que valora el más menudo fragmento de evidencia presente, el más imperceptible atisbo de experiencia de primera mano, el más pequeño impulso de humildad frente a lo dado, mucho más elevado que bibliotecas llenas de escrituras y de comentarios eruditos. Aquí –por muy sublime y sagrado que sea– nada es para creer; todo –por muy mundano que sea– es para experimentar y comprobar. En este asunto de vida o muerte no puedo permitirme tomar ninguna enseñanza de prestado, ni confiar en el decir de nadie –y no pasar por alto ninguna clave–. Aquí, a las puertas de la muerte –más que en ninguna otra parte– me encuentro forzado a seguir el consejo del Buda moribundo y ser una lámpara para mí mismo, forzado a no guarecerme en ningún refugio exterior. Esta actitud cautamente irrespetuosa hacia la institución religiosa, hacia toda autoridad consagrada, se hace aún más necesaria ahora que (como luego mostraré con algún detalle) se dispone de importante evidencia empírica nueva sobre nuestro tema. Esta evidencia es de tres tipos. El primero proviene de los conocimientos y de la actitud escéptica y remota de la ciencia moderna, junto con algunos de sus descubrimientos actuales –en particular el de las partí- culas físicas–. El segundo proviene de la investigación reciente en las historias de pacientes a quienes se ha hecho volver de las proximidades de la muerte. El tercero proviene de un grupo de experimentos sencillos que he estado usando durante los últimos treinta años para investigar nuestra naturaleza intrínseca de Primera Persona, técnicas para percibir directamente quién o qué está aquí haciendo estos experimentos, quién o qué es lo que vive y muere, quién o qué es el que no hace nada de todo esto. (Una selección de estos experimentos constituye el eje de este libro, y –cuando se hacen y no solo se leen– no pueden dejar de resolver la cuestión de la propia naturaleza y destino de uno). Estos tres desarrollos –y en especial el último– requieren que todo se reabra de nuevo, y que comencemos a investigar con una mente tan desprejuiciada como sea posible. La resistencia corriente a tal investigación, a todo candor o realismo concerniente a nuestra propia mortalidad, difícilmente puede ser exagerada. Da testimonio de ello el culto popular de la «juventud a toda costa» en los mundos de la publicidad y de la moda. Da testimonio de ello esas comunidades de ancianos dedicados a ser «tan joven como uno se siente» y a evitar

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 todos los recordatorios de la vejez, de la enfermedad, y de la muerte. Da testimonio de ello la nueva manera de hablar y el vocabulario ambiguo de «un joven de setenta años» en lugar de «un viejo de setenta años» y de «una persona mayor» o «un ciudadano de edad» en lugar de «un viejo» o «una vieja». Da testimonio de ello la insensatez funeraria tanta elocuencia descrita en The Loved One de Evelyn Waugh. Da testimonio de ello los criónicos, la congelación de los recién fallecidos para su reanimación cuando la tecnología esté más desarrollada, otorgando así efecto al punto de vista de que «la muerte es una imposición sobre la raza humana, que ya no es aceptable»2 . Da testimonio de ello los fanáticos que sostienen con seriedad que la muerte es innecesaria e innatural, y que podemos elegir vivir tanto como queramos. ¡Cuán diferente de la veneración de la vejez y de la preocupación por la muerte y el más allá que eran características tan sobresalientes de algunas grandes culturas! ¡Y de nuevo, qué contraste con el memento mori (recuerda que debes morir) de los primeros siglos de nuestra propia civilización, sus cráneos humanos grabados sobre las tumbas y exhibidos en la estructura de las chimeneas, sus incontables grabados y pinturas donde la vida se enfrenta con el torvo espectá- culo de la Muerte, el Segador con su guadaña, y la imaginada secuela! ¿Eran simplemente mórbidos nuestros antepasados? Más bien somos nosotros, con nuestra patética estrechez de miras para el menos eludible de todos los hechos de nuestra vida –su fin– quienes somos mórbidos! Nuestra empecinada ceguera solo es equilibrada en parte, a un nivel menos popular, por la moderna psicología profunda: por ejemplo, por el punto de vista de que hay solo un único terror real pero bien oculto –el miedo a la muerte– del cual derivan todos nuestros múltiples miedos conscientes. La lección para mí es llana: atacar el miedo en su raíz. Comprobar la atrevida pretensión del maestro sufí Attar: «El único remedio para la muerte (y el miedo que genera) es mirarla con constancia a la cara». Y con certeza a nosotros no nos falta nuestro propio y singularmente poderoso memento mori (recuerda que morirás) –a saber, nuestra más que justificada ansiedad sobre la posibilidad o probabilidad de la guerra nuclear seguida por un invierno nuclear, el suicidio en masa de la especie–. Todos estamos siendo obligados a admitir que vivimos en precario, en el Valle de la Sombra de la Muerte. Sin embargo, la muerte que viene a usted y a mí de un modo u otro –más pronto o más tarde– jamás es experimentada como un acontecimiento en masa, sino solo por este solitario uno: quiero decir, por la Primera Persona del Singular, ahora, y jamás por la segunda o tercera personas como tales. En resumen, por uno mismo solo consigo mismo. Inevitablemente, mi

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 muerte, y la previsión de ella, es la aventura más personal y privada imaginable. Y por supuesto, debido a esta intimidad única e ineludible, es universal, la aventura de todos y cada uno –y ello es por lo que le invito, querido lector, a unirse a mí ahora en esta investigación–. Antes de comenzar, concluyamos estas observaciones preliminares con una advertencia y una promesa provenientes de un famoso texto budista, el Dhammapada: «La vigilancia es la senda de la inmortalidad, la inatención la senda hacia la muerte. El vigilante no muere, pero el desatento es ya como los muertos». Esta aserción, aunque no prueba nada en absoluto, debe alentarnos a dar a este asunto todo el cuidado, veracidad, apertura de mente y atención de que seamos capaces.

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